duquesa fue a buscar a
Germana para presentarla a la viuda. La pobre niña creyó morir de
espanto al compararse con aquel espectro de mujer. La condesa la
encontró de su agrado, le habló maternalmente, la besó en la frente y
pensó al despedirse: «¿Por qué ha de estar condenada a muerte? Tal vez
fuese la nuera que me convendría.»
Al entrar en el hotel, la señora de Villanera encontró a don Diego que
jugaba con el niño. El padre y el hijo formaban un grupo bastante
original; quizás un extraño hubiese sonreído. El conde manejaba a la
débil criatura con una ternura temerosa; quizá tenía miedo de hacer
pedazos a su heredero con algún movimiento de sus robustos brazos. El
niño era bastante fuerte para su edad, pero feo, sin gracia y
excesivamente huraño. Desde que le habían separado de su nodriza, no
había visto más que dos seres humanos, su padre y su abuela, y vivía
entre aquellos dos colosos como Gulliver en la isla de los gigantes. La
viuda se había secuestrado voluntariamente para estar a su lado; hacía y
recibía muy pocas visitas por miedo que alguna palabra imprudente
traicionase su secreto. Los únicos cómplices de aquella educación
clandestina eran cinco o seis viejos domésticos encanecidos bajo la
librea, gentes de otra época y de otro país. Hubieseis dicho que se
trataba de los restos del ejército de Gonzalo de Córdoba o bien de
náufragos de la Armada Invencible. A la sombra de aquella extraña
familia, el niño crecía tristemente. Le faltaba la compañía de los de su
edad y era inútil que se le quisiera enseñar a jugar. Hay niños de dos
años que ya saben decirlo todo; él apenas si pronunciaba cinco o seis
palabras de dos sílabas. Don Diego lo adoraba tal como era: un padre es
siempre un padre; pero él tenía miedo a don Diego. Decía mamá a la vieja
condesa, pero no la besaba sin llorar muchas veces. En cuanto a su
madre, la conocía solamente de vista; la encontraba de cuando en cuando,
en una plazoleta apartada, lejos de las alamedas por donde pasea la
multitud. La señora Chermidy dejaba su coche a cierta distancia e iba a
pie hasta el del conde; besaba al niño a hurtadillas, le daba bombones y
le decía con una ternura sincera: «¡Mi pobre perrito, nunca serás mío!»
No hubiera sido prudente llevarlo a su casa aun cuando la condesa viuda
lo permitiese. La señora Chermidy sabía salvar las apariencias. Todo
París sospechaba su situación, pero el mundo establece una gran
diferencia entre una delincuente convencida o una mujer sospechosa. Así
podía encontrar aquí y acullá algunas almas tan ingenuas que
respondiesen de su virtud.
La señora de Villanera anunció a su hijo que la demanda estaba hecha y
aceptada. Hizo el elogio de Germana, sin decir nada de la familia, y
describió la miseria en que vivían los duques. Don Diego dijo que era
preciso enviarles un pronto socorro sin humillarles. La condesa propuso
sencillamente abrir su bolsillo al viejo duque en la seguridad de que
no dejaría de recurrir a él; pero el conde encontró más decente comprar
inmediatamente la canastilla y deslizar en ella mil luises. Esta limosna
oculta entre flores serviría para pagar las deudas más apremiantes y
para que la familia pudiese comer durante quince días. Y así se hizo. La
madre y el hijo quisieron encargarse personalmente de ello. Antes de
salir, la señora de Villanera besó las anaranjadas mejillas de su nieto
y le dijo: «Vaya, mi pobre bastardo, ¡tu aguinaldo consistirá en un
nombre!»
Nada es imposible en París: la canastilla fue improvisada en algunas
horas. Por la noche, todos los comerciantes enviaron sus telas, sus
encajes, sus cachemiras y sus joyas. La condesa no quiso confiar a nadie
el encargo de arreglarlo todo y de colocar los cartuchos del oro en el
cajón de los alfileres. A las diez, la canastilla salió en dirección al
palacio Sanglié, mientras que el conde se dirigía a casa de la señora
Chermidy.
Germana y la duquesa examinaron con fría curiosidad aquellos tesoros. La
señora de La Tour de Embleuse admiraba los aderezos de su hija como
Clitemnestra pudo admirar las bandas fúnebres destinadas a adornar la
frente de Ifigenia. Germana recordó a sus padres el capítulo de _Pablo y
Virginia_ en que ésta gasta el dinero de su tía en pequeños regalos para
su familia y sus amigos: ¿Qué haremos de todo esto, dijo, nosotros que
ya no tenemos amigos ni familia? ¡Qué lástima!» El duque abrió los
cajones con noble desdén, como hombre a quien todos los esplendores han
sido familiares; pero no conservó su indiferencia a la vista del oro.
Sus ojos se iluminaron. Aquellas manos aristocráticas que se habían
abierto tan a menudo para dar, se crisparon ávidamente como las garras
de un avaro. Rompió el papel de todos los cartuchos, hizo brillar el oro
amarillento a la luz de una lámpara humeante e hizo tintinear a sus
oídos aquellos discos trémulos, que tañían alegremente los funerales de
Germana.
La pasión es un nivel brutal que iguala a todos los hombres. El señor
duque de La Tour de Embleuse hubiera podido desempeñar su parte a las
nueve de la mañana en el vestíbulo, en el concierto de los domésticos
del palacio Sanglié. No obstante, bien pronto apareció el hombre
educado. El duque metió el oro en el cajón y dijo con una frialdad
estudiada: «Esto es de Germana; guárdalo bien, hija mía. Ya nos
prestarás un poco para hacer hervir el puchero. Hoy hemos comido
bastante mediocremente. Si fuese rico, como lo seré dentro de un mes, os
llevaría a cenar al restaurant.» La enferma y la moribunda adivinaron
los secretos deseos del viejo. No os podéis imaginar con qué tierna
solicitud, con qué piedad respetuosa Germana le obligó a tomar algún
dinero y la duquesa le vistió y le peinó para que fuese a cenar fuera de
casa. Volvió a las dos de la madrugada. Su mujer y su hija oyeron unos
pasos desiguales en el corredor. Pero ni una ni otra abrieron la boca y
procuraron hacerse creer mutuamente que dormían.
Don Diego y la señora Chermidy pasaron una velada tempestuosa. La bella
arlesiana comenzó por oponer a su amante diversas objeciones contra la
boda. El conde, que no discutía nunca, le contestó con dos observaciones
que no tenían réplica: «El asunto ya está concluido y usted es quien lo
ha querido.» Ella cambió de táctica y ensayó el efecto de las amenazas.
Le juró que rompería con él, que lo abandonaría, que le quitaría a su
hijo, que promovería un escándalo, que se mataría. La sugestiva dama
estaba muy hermosa en su furia; tenía el aire de un pajarito asustado,
ante el cual un enamorado no podía permanecer insensible. El conde pidió
gracia, pero firme en su resolución. Cedía como esos buenos resortes de
acero que se doblan con gran esfuerzo, y que se enderezan con la
prontitud del relámpago. Entonces abrió la esclusa de sus lágrimas;
agotó el arsenal de su ternura y fue durante tres cuartos de hora la más
desgraciada y la más enamorada de las mujeres. Cualquiera, al oírla,
hubiera creído que ella era la víctima y Germana el verdugo. Don Diego
lloró con ella: las lágrimas se deslizaban por su rostro varonil como la
lluvia sobre una estatua de bronce. Cometió todas las cobardías que el
amor exige. Habló de la futura condesa con una frialdad rayana en el
desprecio; prometió por su honor que ella no viviría largo tiempo y
hasta ofreció a la señora Chermidy que le permitiría ver a Germana antes
de la boda. Pero su palabra estaba ya dada y los Villanera nunca se
vuelven atrás de lo que dicen. Todo lo que la dama pudo obtener es que
él la iría a ver todos los días clandestinamente, hasta que se celebrase
la boda.
Al día siguiente la señora de Villanera le condujo al palacio Sanglié y
le presentó a su nueva familia. Visita de ceremonia que no duró más de
un cuarto de hora. Germana se desmayó en su presencia. Más tarde ha
confesado que aquella fisonomía dura la espantó y que había creído ver
entrar al hombre que debía enterrarla. En cuanto a él tampoco se sentía
muy a gusto. No obstante, encontró algunas frases de cortesía y de
reconocimiento que conmovieron a la duquesa.
Volvió todos los días, sin su madre, mientras se publicaban las
amonestaciones. Según la costumbre establecida, cada vez llevaba un
ramo. Germana le rogó que escogiese flores sin perfume. Soportaba
difícilmente los olores. Aquellas entrevistas le molestaban mucho y
fatigaban a Germana, pero había que conformarse con la rutina. El señor
Le Bris temió por un momento que la enferma sucumbiese antes del día
fijado y la señora Chermidy llegó a participar de los temores del
doctor. Cuando vio que Germana estaba irremisiblemente condenada, tuvo
miedo de que muriese demasiado pronto y se interesó por su vida. Algunas
veces ella misma conducía al conde a la calle de Poitiers y le esperaba
en su coche.
La duquesa había comprendido que no podía casar a su hija en aquel
zaquizamí y alquiló por mil francos mensuales un bonito departamento
amueblado en una casa próxima. Germana fue trasladada sin accidente,
aprovechando un día de sol. Allí es a donde don Diego iba a hacerle la
corte; la vieja condesa iba con tanta frecuencia como él y permanecía
más tiempo. No tardó mucho en conocer a la señora de La Tour de Embleuse
y el hielo quedó roto. Pudo admirar las virtudes de aquella noble mujer
que durante ocho años había tenido que pasar por puertas bajas sin
inclinar la cabeza una sola vez. Por su parte, la duquesa reconoció en
la señora de Villanera una de esas almas elegidas que el mundo no
aprecia en lo que valen porque sólo juzga por las apariencias. La cama
de Germana sirvió de lazo de unión a aquellas dos madres. La anciana
condesa disputó más de una vez a la señora de La Tour de Embleuse las
fatigas y las molestias del estado de enfermera. Cada una de ellas
quería encargarse de los cuidados más penosos y de esos servicios en que
estalla la abnegación del sexo sublime.
El viejo duque proporcionaba a su mujer un suplemento de preocupaciones
sin el cual hubiera podido pasarse perfectamente. El dinero le había
dado como una tercera juventud. Juventud sin excusa, cuyas locuras frías
y sin alegría no podían interesar a nadie. Vivía fuera de su casa y la
solicitud discreta de su esposa no llegaba hasta inquirir sus acciones.
Trataba de distraerse, según decía, de los disgustos domésticos. El oro
de su hija resbalaba entre sus dedos y Dios sabe a qué manos iba a
parar. Había perdido, en ocho años de miseria, aquella elegancia que
ennoblece hasta las tonterías de los hombres bien nacidos. Todos los
placeres le eran permitidos y llegó hasta llevar a la cabecera de
Germana el olor nauseabundo de la taberna. La duquesa temblaba ante la
idea de dejar a aquel niño viejo en París, con más dinero del que se
necesitaba para matar a diez hombres. En cuanto a llevarlo a Italia, ni
soñarlo. París era el único lugar donde había conocido la vida y su
corazón estaba encadenado al asfaltado de las calles. La pobre mujer se
sentía